No hem pogut passar per alt les reflexions que, de forma encertada, Joan Matabosh explica en una entrevista a la revista de musica clàssica CODALARIO. Hem extret una part, concretament quan se li pregunta per la tradició operística del públic del Teatro Real.
Ahondando en esto, ¿cuál es la tradición del público de Madrid?
Bueno, la del público español en general, no nos engañemos. Aquí como en Barcelona encontramos sobre todo un público educado en el culto a la vocalidad, a las grandes voces, a la mitomanía de los grandes solistas. Y eso es así no por casualidad sino por una serie de circunstancias históricas de nuestro país, que pasó aislado buena parte del siglo XX. Eso impidió que llegasen todas las novedades artísticas del exterior. Llegaron algunas, con cuentagotas, y en el caso de la ópera vinculadas sobre todo a esas compañías llegadas del Este, de los países de la órbita comunista, que tenían en sus compañías de ópera de algún modo una bandera cultural, con la que giraban a otros países con enormes subvenciones de sus ministerios de cultura. Eso facilitaba que los empresarios y asociaciones de amigos de la ópera que gestionaban temporadas en España se pudieran permitir, entre comillas, el lujo de invitar a estas compañías de un modo rentable. Llegaron así algunas novedades importantes, como ciertos títulos de Janacek, pero fueron muy pocas a decir verdad. Fueron más bien la excepción a la norma general de aislamiento cultural de nuestro país. Durante treinta o cuarenta años la vanguardia cultural europea no llegó a España, eso es un hecho. Antes de la Guerra Civil en España, si bien el Teatro Real ya había cerrado sus puertas, había focos de gran actividad y potencial. El Liceo, sin ir más lejos, era por entonces un teatro con una orquesta espectacular, por la que pasaban directores de la talla de Strauss y Stravinsky. Una orquesta que tenía como violonchelo solista a Pablo Casals. El del Liceo es un caso muy significativo de lo que pasó en España: tras la Guerra Civil, en el mejor de los casos, se privatizó el teatro y los empresarios privados y las asociaciones se vieron obligados a prescindir de todos los elementos musicales y teatrales estables. Las orquestas pasaron a un nivel muy inferior, casi mediocre, como los coros, y toda la revolución escénica fue simplemente desconocida en España. El atractivo se centraba en la presencia de grandes voces. Eso sí estaba presente y de ahí viene el culto típicamente español a los grandes solistas. Y eso coincidió asimismo con la forja de una gran generación de cantantes españoles que hicieron una trayectoria internacional espectacular y que se convirtieron en auténticos mitos en España, donde mantuvieron un gran fidelidad a las temporadas líricas que subsistían, por modestas que fueran. Todo esto forjó una concepción de la ópera en España no como un arte completo sino como la exhibición de unos determinados solistas. Se confundió la ópera como arte con el arte del canto. Y por supuesto que el canto es un elemento fundamental de la ópera, sin el que ésta no sería tal, pero no podemos reducirlo todo a ese elemento central. Es muy distinta la experiencia de un espectador cuando simplemente asiste a la recreación espléndida de un solista en contraste con lo que sucede cuando hay sobre el escenario un espectáculo total, donde todos los elementos están elaborados al mismo nivel.
Todo esto explica también que compositores como Mozart fueran poco menos que ninguneados en España hasta hace relativamente poco. Recordemos que Las bodas de Fígaro se representaba poquísimo y ante la más firme hostilidad del público. Se seguía representando porque había unos gestores, esos empresarios, como Mestres Calvet o Juan Antonio Pamiés en el Liceo, que eran conscientes de la responsabilidad que tenían de dar a conocer a Mozart y hacer una contribución a la evolución del repertorio. No por ser empresarios dejaban de tener consciencia de la importancia de sus decisiones en este sentido. Y por ellos fue que Mozart poco a poco fue normalizando su presencia en las temporadas españolas. Y repito que eso se produjo ante la más completa hostilidad del público. Recuerdo acudir en mi juventud al Liceo, y hace de esto unos cuantos años pero no tantísimas décadas, y el público recibía las representaciones de Nozze, Don Giovanni, Cosí o el Rapto con una completa abulia, y bajo la acusación básica de que Mozart era un compositor que no permitía el lucimiento de los cantantes. Y enlazamos con lo que decía al principio: el lucimiento de los cantantes era entonces el único objetivo de la ópera en España. Las bodas de Fígaro es evidente que no se sostiene sobre las individualidades del reparto. Por supuesto que tiene momentos solistas en los que la presencia de un gran solista caldea el ambiente, pero no estamos desde luego ante lo que sucede con la mayor parte del belcanto romántico, donde es evidente que son los grandes protagonistas los que centran la atención y sostienen una representación. Si tienes una protagonista excepcional de Norma, por mucho que flojee todo lo demás en escena, la representación se aguanta; no será memorable, pero se aguanta en pie
Bueno, la del público español en general, no nos engañemos. Aquí como en Barcelona encontramos sobre todo un público educado en el culto a la vocalidad, a las grandes voces, a la mitomanía de los grandes solistas. Y eso es así no por casualidad sino por una serie de circunstancias históricas de nuestro país, que pasó aislado buena parte del siglo XX. Eso impidió que llegasen todas las novedades artísticas del exterior. Llegaron algunas, con cuentagotas, y en el caso de la ópera vinculadas sobre todo a esas compañías llegadas del Este, de los países de la órbita comunista, que tenían en sus compañías de ópera de algún modo una bandera cultural, con la que giraban a otros países con enormes subvenciones de sus ministerios de cultura. Eso facilitaba que los empresarios y asociaciones de amigos de la ópera que gestionaban temporadas en España se pudieran permitir, entre comillas, el lujo de invitar a estas compañías de un modo rentable. Llegaron así algunas novedades importantes, como ciertos títulos de Janacek, pero fueron muy pocas a decir verdad. Fueron más bien la excepción a la norma general de aislamiento cultural de nuestro país. Durante treinta o cuarenta años la vanguardia cultural europea no llegó a España, eso es un hecho. Antes de la Guerra Civil en España, si bien el Teatro Real ya había cerrado sus puertas, había focos de gran actividad y potencial. El Liceo, sin ir más lejos, era por entonces un teatro con una orquesta espectacular, por la que pasaban directores de la talla de Strauss y Stravinsky. Una orquesta que tenía como violonchelo solista a Pablo Casals. El del Liceo es un caso muy significativo de lo que pasó en España: tras la Guerra Civil, en el mejor de los casos, se privatizó el teatro y los empresarios privados y las asociaciones se vieron obligados a prescindir de todos los elementos musicales y teatrales estables. Las orquestas pasaron a un nivel muy inferior, casi mediocre, como los coros, y toda la revolución escénica fue simplemente desconocida en España. El atractivo se centraba en la presencia de grandes voces. Eso sí estaba presente y de ahí viene el culto típicamente español a los grandes solistas. Y eso coincidió asimismo con la forja de una gran generación de cantantes españoles que hicieron una trayectoria internacional espectacular y que se convirtieron en auténticos mitos en España, donde mantuvieron un gran fidelidad a las temporadas líricas que subsistían, por modestas que fueran. Todo esto forjó una concepción de la ópera en España no como un arte completo sino como la exhibición de unos determinados solistas. Se confundió la ópera como arte con el arte del canto. Y por supuesto que el canto es un elemento fundamental de la ópera, sin el que ésta no sería tal, pero no podemos reducirlo todo a ese elemento central. Es muy distinta la experiencia de un espectador cuando simplemente asiste a la recreación espléndida de un solista en contraste con lo que sucede cuando hay sobre el escenario un espectáculo total, donde todos los elementos están elaborados al mismo nivel.
Todo esto explica también que compositores como Mozart fueran poco menos que ninguneados en España hasta hace relativamente poco. Recordemos que Las bodas de Fígaro se representaba poquísimo y ante la más firme hostilidad del público. Se seguía representando porque había unos gestores, esos empresarios, como Mestres Calvet o Juan Antonio Pamiés en el Liceo, que eran conscientes de la responsabilidad que tenían de dar a conocer a Mozart y hacer una contribución a la evolución del repertorio. No por ser empresarios dejaban de tener consciencia de la importancia de sus decisiones en este sentido. Y por ellos fue que Mozart poco a poco fue normalizando su presencia en las temporadas españolas. Y repito que eso se produjo ante la más completa hostilidad del público. Recuerdo acudir en mi juventud al Liceo, y hace de esto unos cuantos años pero no tantísimas décadas, y el público recibía las representaciones de Nozze, Don Giovanni, Cosí o el Rapto con una completa abulia, y bajo la acusación básica de que Mozart era un compositor que no permitía el lucimiento de los cantantes. Y enlazamos con lo que decía al principio: el lucimiento de los cantantes era entonces el único objetivo de la ópera en España. Las bodas de Fígaro es evidente que no se sostiene sobre las individualidades del reparto. Por supuesto que tiene momentos solistas en los que la presencia de un gran solista caldea el ambiente, pero no estamos desde luego ante lo que sucede con la mayor parte del belcanto romántico, donde es evidente que son los grandes protagonistas los que centran la atención y sostienen una representación. Si tienes una protagonista excepcional de Norma, por mucho que flojee todo lo demás en escena, la representación se aguanta; no será memorable, pero se aguanta en pie
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada