El
Teatro Real de Madrid, cierra la celebración de su 200 aniversario, con el estreno absoluto de la última ópera escrita
por Richard Strauss- aunque después como colofón escribiría las nada desdeñable
Metamorfosis y el que fue su testamento musical “Los cuatro últimos Lieders”- y
lo hace por todo lo alto con una de las mejores producciones del coliseo
madrileño después de la reapertura en 1997 y sin duda, el mejor Strauss que
allí, hemos podido ver
La idea
del argumento de Capriccio (estrenada en Múnich 1942), partió de Stefan Zweig,
quien ya había colaborado previamente con Strauss en Die
Schwágene Frau (La mujer silenciosa) debido a la muerte prematura de su
habitual libretista Hugo vom Hofmannsthal;
lo que demuestra el respeto por los textos que sentía nuestro compositor,
buscando las mejores plumas de la literatura alemana para sus libretos. La
situación política de los años 30 y 40
en Europa, obligo a Zweig a exiliarse, huyendo del nazismo y Strauss busco
primero la colaboración de Josef
Gregor, que a la postre no le satisfizo y finalmente compartió la autoría del
libreto con Clemens Krauss. Interviniendo cuatro mentes tan privilegiadas, solo
podría resultar un libreto de excelencia: Una sutil reflexión sobre el arte,
cargada de ironía.
En esta
producción del Real- firmada por el director de escena alemán Christof Loy y bajo la batuta del maestro
israelí Asher Fisch-, todas las piezas que forman parte de de la ópera encajan a la perfección, como un
puzle en una unidad fundida, cuidando hasta
el mínimo detalle, Director, Conductor Cantantes-Actores
y Músicos. En esta producción,”no hay puntada sin hilo”, todo cuadra al
milímetro, todo tiene se razón de ser, su porqué: esta es la explicación de su
grandiosidad que el espectador percibe fácilmente con solo estar atento.
La obra
se sitúa en Francia, en una mansión de la alta aristocracia cerca de París
hacia 1775, donde la condesa Madeleine, debe decidir sobre dos
pretendientes Flamand el músico, o bien
Olivier el poeta y que al mismo tiempo supone definirse si en las artes
escénicas es mas importante el texto o bien la música. Esta cuestión del todo
trivial (ella misma lo afirma) se utiliza como hilo conductor, de todo un
debate sobre el sentido de la ópera, la música, la poesía y el arte, con una
exquisitez sorprendente en el
tratamiento de los contenidos. El formato es el de “La ópera dentro de la ópera”
que el Director de escena Christof Loy huyendo de la representación
convencional casposa y acartonada, sitúa la acción entre el presente, con una
escenografía neutra y con vestuario actual, equidistante con el pasado, para el
que usa puntualmente una indumentaria de la época (siglo XVIII), e insiste en
una reflexión sobre el paso del tiempo, (Con el espejo, donde la condesa se
mira o bien con la marioneta que exhibe) como recurso a destacar en esta sutil
e inteligente producción del Teatro Real
El
sexteto inicial que aparece como difuminado y con distintas melodías
interpuestas (atonales) recorre toda la ópera, se hace nítido cuando el grupo de
músicos de cámara lo interpreta desde el escenario, sirve de motivo para identificar al músico Flamand, y
recorre toda la opera como hilo conductor musical.
El soneto
que escribe el poeta Olivier el otro pretendiente de la condesa, también forma
parte del libreto durante toda la obra, con las variaciones de quien lo
interpreta; si es el poeta quien lo introduce, el conde que lo utiliza den la
seducción a Clarion, la cantante mezzosoprano, o la condesa, a quien va
dirigido, quien utiliza en el soliloquio
al final de la ópera que empieza y termina con el siguiente texto:
Nadie
posee mi corazón. Nadie en el inmenso mundo deseo más que a ti………. ……Nadie
excepto tú, mujer maravillosa, ejercerá poder sobre mí. Por mis venas, dejo
correr nueva sangre, que se llenan de ti hasta rebosar, sin reposo alguno.
La
ironía es el tercer hilo conductor que recorre el texto, que se refleja en las
frases y temas que introduce La Roche, director de escena y a la vez de teatro,
en diálogos geniales (como el que sigue solo a modo de ejemplo):
LR …. Sentada en
sus palcos, la selecta concurrencia bosteza aburrida y charla, solo presta
atención a los espléndidos decorados y espera impaciente los agudos del
admirado tenor.
Y lo que el conde le responde:
C - La Ópera es
una cosa absurda. Dan órdenes cantando, en un dúo se habla de política. Bailan
entorno a un sepulcro y se apuñalan cantando.
Todo el
texto es genial en la (auto)crítica de los estereotipos, y en su calidad
literaria y poética.
El
reparto es de alto nivel y calidad; puestos a destacar, nos centraremos en del
bajo barítono alemán Christof Fischesser de potente voz, domina los registros
que su rol exige y que junto a su importante faceta de actor, hace creíble a La
Roche, como director de teatro y escena.
Excelente
fue la actuación de la joven soprano sueca Malin Byströn, que sobresalió en su
rol de condesa Madeleine: dominio de una adecuada voz straussiana, de singular
belleza, y presencia actoral. Ejecuto el monólogo final con desbordante
exquisitez poniendo el broche de oro en un
emocionante final lleno de poesía y música.
Pero la
ópera no acaba todavía. Falta aún, la sutil y detallista puesta en escena del
último cuadro, que probablemente nos da la respuesta a la pregunta dual:
La
condesa, vestida de época, acaba justo de cantar su monólogo. Ahora aparece el
mayordomo, con indumentaria propia actual: traje, camisa y corbata (aquí se
combinan dos épocas: la dieciochesca y la actual); consulta el libreto, busca
la página y lee:
“Señora
Condesa: La cena está servida.”
La
inmensa música, que todavía invade la escena recreándose en un largo final,
envuelve esta frase banal y la integra poeticamente.
La
música de Strauss hace el milagro y nos propone la respuesta a una “cuestión
trivial” que la condesa no quiere desvelar.
José
Luis Bruned
Junio
2019
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